The “Additional Grants” in MZA Railway Company
1. INTRODUCCIÓN
Aún hoy, acercándonos a su segundo centenario, la construcción de la red ferroviaria española sigue suscitando todo tipo de debates. La necesidad de su construcción está fuera de debate. Es evidente que, digamos, a comienzos del siglo XX, era inimaginable una España sin ferrocarriles. Pero esa necesidad no resuelve otras cuestiones sobre la oportunidad del inicio de las obras, la forma de llevarlas adelante y el precio que se pagó por ellas. Este trabajo aborda especialmente la última de esas cuestiones en lo que concerniente a la Compañía de Ferrocarriles de Madrid a Zaragoza y a Alicante (en adelante, MZA).
La red ferroviaria española se construyó con capital privado extranjero; pero también con capital público nacional. El consenso de la historiografía es que esas ayudas, aun siendo elevadas, fueron inferiores a la inversión llegada desde fuera. Y también que fueron necesarias, pues sin la garantía que daban probablemente los inversores extranjeros nunca hubieran acudido a la llamada de los políticos españoles. Si, por otro lado, suponemos que los beneficios para la comunidad de la construcción de la red fueron tempranos y extraordinarios, sólo cabría concluir que subvencionar generosamente el ferrocarril fue una decisión acertadaFootnote 1 .
Subyace en esta interpretación una visión “picaresca”, una visión muy española. El Gobierno liberal habría sido el equivalente del Mío Cid, quien ocho siglos antes vendiera a mercaderes judíos un cofre cerrado lleno de piedras; una ganga inexistente, como inexistente sería el negocio del transporte ferroviario en España. Lo cierto es que la historia del ferrocarril español está repleta de escándalos financieros, amaños políticos, fraudes y, en fin, toda clase de pícaros. Además, y en términos generales, fue una inversión mediocre. Contemplado en el largo plazo, la rentabilidad de las compañías ferroviarias fue pobre, inferior a la que se podía obtener de la Deuda Pública. Esto no quiere decir que, excepcionalmente, no hubiera grandes repartos de dividendos; ni que, en parte por esos episodios, no hubiera posibilidades de obtener ganancias extraordinarias mediante la especulación con acciones y obligaciones. Pero los beneficios de esas operaciones no venían de la explotación de las empresas, sino de las expectativas generadas, una y otra vez defraudadas. De ahí que el negocio del ferrocarril en España no fuera el de su explotación comercial, sino el de la construcción de las líneas y su posterior venta a pequeños inversores. En estos procesos las subvenciones públicas habrían desempeñado un papel importante: habrían sido un instrumento con el que “seducir” a los capitalistas extranjeros para invertir en aquellas empresas. En el trasiego, algunos de esos capitalistas, los más vivos y rápidos en vender, habrían obtenido una notable ganancia.
En las próximas páginas explicaremos que las cosas no fueron exactamente así. Es cierto que la política de subvenciones públicas “sedujo” a los inversores extranjeros y logró movilizar una ingente masa de capitales hacia el ferrocarril español. Pero no es cierto que esos inversores fueran “engañados”. De haber existido un engaño, habría tomado el sentido contrario. Lo que los políticos españoles ofrecieron a los inversores extranjeros fue una gran oportunidad de inversión, que aquellos aprovecharon y extendieron más allá de lo que los mismos políticos inicialmente habían imaginado. Como veremos, al menos en MZA y hasta 1869, las subvenciones superaron a los recursos propios de la compañía. Dicho de otro modo, por cada millón de reales (o pesetas, o francos) que las autoridades españolas pusieron sobre la mesa, los inversores extranjeros –básicamente, la familia Rothschild– pusieron menos de un millón. Con la importante diferencia de que estos cobraban dividendos y otras rentas indirectas (como los intereses de los préstamos de la banca privada a MZA), y el Estado español tan sólo recibía las economías derivadas del uso gratuito o rebajado del telégrafo, el transporte de presos, militares y funcionarios, y el cobro de algunos impuestos. Cualquiera que sea la forma en la que midamos esas rentas, no compensaban ni de lejos las ayudas recibidasFootnote 2 .
En muchos sentidos el caso español no es diferente del de Italia y otras naciones de la periferia europea, en las que la densidad de tráfico era muy baja, de modo que la construcción de redes nacionales tuvo que ser auxiliada con dinero públicoFootnote 3 . Así, Felisini (Reference Carr2008: 115) cifra las ayudas kilométricas entregadas por el Estado italiano en la década 1865-1875 en 500 millones de liras, equivalentes a unos 557 millones de pesetas, para una red ferroviaria de similar extensión. Según Comín (Reference Broder1988: 374) las del Estado español por el mismo tipo de ayudas habrían sido algo menores, unos 470,9 millones de pesetas hasta 1875Footnote 4 . Pero como veremos, y para el caso de MZA, la cifra que incluye las subvenciones adicionales seguramente fue bastante mayor. Así pues, todo hace pensar que las ayudas italiana y española fueron parecidas en su cuantíaFootnote 5 .
El campo de estudio de este trabajo es MZA, pero creemos que las conclusiones son extrapolables al resto de las compañías ferroviarias; con la salvedad de las catalanas, que se financiaron con capital interno. De todos modos, éstas también se vieron favorecidas por las subvenciones adicionales, sobre las que enseguida volveremos. Hay una buena razón para creerlo así: la propia lógica de estas ayudas hacía que su monto guardase una estrecha relación con la inversión realizada. En consecuencia, no hay ningún motivo para pensar que no se concedieran a todas las compañías en proporción semejante. Como fuere, el estudio de este caso es suficientemente relevante por el mismo tamaño de MZA. Hasta la década de 1890 fue la mayor empresa ferroviaria española por la longitud de las líneas explotadas; y hasta la década de 1880 también por su capitalización e ingresos.
2. LAS AYUDAS PÚBLICAS AL FERROCARRIL EN ESPAÑA
Al margen de algunos casos puntuales de muy poca importancia, las ayudas públicas al ferrocarril en España se concedieron mediante tres procedimientos: subvenciones ordinarias, auxilios directos y subvenciones adicionales. Estas últimas, las menos conocidas, constituyen el objeto principal de este artículo, por lo que las trataremos de forma separada.
Las subvenciones ordinarias eran cantidades entregadas por el Estado a fondo perdido para la construcción de líneas ferroviarias. La primera sociedad que se benefició de ellas fue la Compañía del Ferrocarril de Sama de Langreo a Gijón, mediante Ley de 12 de marzo de 1849, que poco después dio lugar a la Ley de 20 de febrero de 1850, que permitió la extensión de esos beneficios a otras empresas. Desde entonces y hasta la aprobación de la Ley de Ferrocarriles de 1855, las subvenciones se concedieron al amparo de esa norma, bajo un sistema de garantía de interés por el que el Estado entregaba a las compañías un 6% de la inversión realizada hasta la apertura de la línea, y un 1% como amortización hasta el final de la concesión. Este sistema dio lugar a numerosos abusos, sobre todo por la forma poco transparente en la que las ayudas fueron otorgadas a las empresas de José de Salamanca. Más allá de la poca honradez de los protagonistas, hay que observar que parte del problema radicaba en que la cuantía de la subvención dependía del producto líquido del ferrocarril, por lo que la Administración debía hacerse con una información controlada por los mismos gestores de las empresas. Todo sugiere que estos inflaron los gastos al ver que no había medios para descubrir la verdad (Hernández Sempere, Reference Costa Campi1983: 134-151). En cualquier caso, la garantía de interés no fue un instrumento adecuado para la promoción de líneas ferroviarias. En 1854, cuando estalló la Vicalvarada, la red ferroviaria española no llegaba a 500 kilómetros (Comín et at, 1998: 51-54; Mateo del Peral, Reference Hernández Sempere1978: 133-143).
Una de las primeras cosas que se propuso el gobierno progresista nacido de aquel pronunciamiento-revolución fue cambiar esta situación. A la luz del fracaso de la legislación anterior era de esperar que se implementara un sistema más transparente y eficaz. Y así sucedió en lo concerniente a las subvenciones ordinarias. La Ley de Ferrocarriles de 1855 mantuvo la posibilidad de ayudar a las compañías ferroviarias mediante la garantía de interés, pero también permitía las ayudas directas, que fue el procedimiento que desde entonces elegiría la práctica totalidad de las compañías. De hecho, el mismo procedimiento de concesión de líneas se articuló a través de este sistema. Las concesiones serían ganadas por aquel postor que solicitase la subvención por kilómetro más baja en una subasta inversa. Las pocas compañías que en 1855 se beneficiaban de la garantía de interés pidieron, y les fue concedido, la conversión de su derecho en una subvención directa (Comín et al., Reference Artola1998: 51-54; Mateo del Peral, Reference Hernández Sempere1978: 143-145).
El nuevo procedimiento ofrecía ventajas a las dos partes. Por un lado, la Administración Pública evitaba la sospecha de parcialidad inherente a la garantía de interés. En las décadas siguientes el debate sobre las subvenciones públicas abandonó gran parte del tono personalista que había tenido en los años 50, y en términos generales fue más sosegado. Pero, además, las ayudas directas también eran preferidas por los inversores porque proporcionaban liquidez. Dado que el negocio de la explotación ferroviaria era incierto, la seguridad de saber que una parte considerable del coste sería soportado por el Estado suponía un incentivo importante para la inversión (Mateo del Peral, Reference Hernández Sempere1978).
No obstante, las ayudas directas también tenían un defecto importante: no favorecían la construcción de buenas infraestructuras. Una vez ganada la concesión, el constructor tenía muchos incentivos para terminar la obra cuanto antes y al menor coste posible. Es decir, sin grandes obras de fábrica, como túneles y puentes, que, además de ser más caros, retardaban la inauguración (Carr, 1969, 1982: 262; Barquín, 2016: 296). En este sentido, el hecho de que el pago de las subvenciones se realizase por tramos (a veces inconclusos) en lugar de a la entrega de toda la línea, garantizaba que las empresas constructoras ingresasen pronto el importe de la subvención. Y aún con eso, también lograron la aprobación de “anticipos reintegrables”, con lo que, en la práctica, era el propio Estado el que acabó financiando a unas empresas que habían ganado las concesiones por ser presuntamente capaces de financiar las obras.
Con todos sus problemas, el sistema de ayudas directas funcionó razonablemente bien hasta mediados de la década de 1860. Aunque la puesta en explotación de las primeras líneas no generó el tráfico esperado, las obras no se interrumpieron porque ese problema se atribuyó a que la red no estaba terminada; lo que, al fin, era un buen argumento. Era lógico pensar que las mayores ventajas del ferrocarril se apreciarían en el largo recorrido, en donde sus ventajas sobre los medios de transporte tradicionales serían más evidentes. Pero cuando finalmente se cerró la red básica, hacia 1863 con la unión de Madrid, Barcelona y San Sebastián, no sucedió lo esperado. A lo largo de 1864 y 1865 se fue haciendo evidente que el tráfico de mercancías apenas crecía con respecto a los dos años anteriores, lo que hacía económicamente inviables a gran parte de las líneas (Tortella, Reference Pascual Domènech1982: 183 y ss). De ahí que desde mediados de los sesenta hasta bien entrada la década de los setenta la práctica totalidad de las compañías ferroviarias dejaron de pagar dividendos
Esas dificultades explican que a comienzos de 1866 dichas compañías acudieran a la opinión pública con una propuesta harto sorprendente: volver al sistema de garantía de interés. En un folleto titulado Exposición y proyecto de garantía de interés por el Estado a los ferro-carriles españoles, firmado por los directores generales de las ferroviarias, se proponía que el Estado concediese una garantía de interés igual a la prevista en la Ley de 1850, y que seguía en vigor en la Ley de 1855, aunque no se aplicase. Es decir, el 6+1% de la inversión y amortización. Estas ayudas serían devueltas con el exceso de beneficios que, en el futuro, obtuviesen las empresas por encima del 7%. El hecho de que en todo momento las compañías tuvieran una considerable preferencia por la liquidez se compadece mal con este “redescubrimiento” de la garantía de interés. Pero es que no había otro camino: la inmensa mayor parte de las ayudas concedidas con el sistema de subvención kilométrica se justificaba en unas obras ya terminadas o en avanzado estado de construcción. En un contexto claramente recesivo no tenía sentido ganar nuevas concesiones que justificaran más subvenciones. Así pues, la única solución era buscar un tipo diferente de ayudasFootnote 6 .
Inmediatamente, la petición fue rebatida en un largo y demoledor artículo publicado en dos partes en el primer día de los meses de marzo y abril de 1866 en la Revista de Obras Públicas (ROP); sin firma, pero, aparentemente, recogiendo la opinión de la Redacción. En síntesis, se sostenía que los cálculos presentados por las compañías eran erróneos al ser falsas las hipótesis sobre los que se basaban. Por ejemplo, las compañías cifraban el monto de las nuevas ayudas en 406 millones de reales; pero ROP la situaba entre 1.000 y 2.000 millones de reales. En todo caso, resulta llamativo que los editores de la revista, ingenieros muy vinculados a la Administración Pública, tampoco parecieran saber lo que el Estado había gastado en subvenciones. En esta suerte de editorial se cifraba esa cantidad en 980 millones de reales. Pero según la Memoria de Obras Públicas (MOPE) de 1867, que empleaba información de las propias compañías, solo en subvenciones ordinarias abonadas el 31 de diciembre de 1866, el Estado llevaba gastados 1.586,9 millones de reales; siendo 1.816,3 los millones concedidos. En realidad, las dudas sobre la verdadera cuantía de las ayudas fueron habituales en esos años (Comín et al., Reference Artola1998: 93-98)
Gracias a los apoyos políticos de las compañías, la propuesta se transformó en un proyecto de ley que fue llevado al Congreso; pero inmediatamente fue rechazado. De hecho, fue retirado antes de llegar a votarse. No obstante, el Gobierno tomó otras medidas. El 24 de abril de 1866 aprobó un Real Decreto por el que se concedía a las compañías anticipos reintegrables para la conclusión de aquellas obras que ya se hubiesen ejecutado en sus dos terceras partes, los cuales serían entregados como “Obligaciones del ferrocarril” (infra). El 29 de diciembre otro Real Decreto cedía a las compañías el impuesto de viajeros del 10% del precio del billete que se había creado con la Ley de presupuestos de 1864 (Mateo del Peral, Reference Hernández Sempere1978: 148-154; López Morell, Reference Fratianni and Spinelli2005: 222-227). Por último, el 11 de julio de 1867 se aprobó una emisión de deuda para el canje de los títulos emitidos anteriormente, y también para la constitución de un “fondo especial que sirva de base para los auxilios que hayan de otorgarse a las empresas de ferrocarriles”, que suponía el 15% de dicha emisión. Ese acuerdo no se puedo ejecutar hasta el Real Decreto de 7 de noviembre de 1868. Dado su carácter excepcional, esas ayudas sólo se concedieron por una vez y en una cuantía fija. En el caso de MZA fueron 7.141.224 pesetas, una cifra importante que, sin embargo, y como veremos, significaba poco en el conjunto de las ayudas. Quizás el asunto más relevante sea su tratamiento contable. Dado que la ayuda se concedía por las circunstancias especiales derivadas de la crisis, sería de esperar que fueran calificadas como subvenciones a la explotación. Sin embargo, su reparto, concretado en los decretos de 22 de enero y 5 de mayo de 1869, indicaba que debían emplearse para la construcción de infraestructuras y la amortización de obligaciones, las cuales también se habían empleado en la construcción de infraestructuras. Por tanto, desde el punto de vista de la propia Administración eran subvenciones de capital. Como tales serán consideradas en lo que sigue.
El importe de las subvenciones podía entregarse en metálico o en títulos de Deuda Pública. Inicialmente estos fueron las llamadas “Acciones del ferrocarril”, que se emitieron por primera vez el 19 de diciembre de 1851 para subvencionar las líneas de Aranjuez a Almansa y de Alar del Rey a Santander. El 9 de marzo de 1855, tres meses antes de la Ley General, se aprobó un Real Decreto por el que se ordenaba la recogida de dichos títulos y su canje por las nuevas “Obligaciones del ferrocarril”. Sin embargo, los nuevos títulos no serían creados hasta la Ley de 22 de mayo de 1859 (publicada el 25, conocida como Ley Salaverría). De todos modos, tanto los antiguos como los nuevos títulos tenían garantías y beneficios similares: un interés del 6% anual más otro 1% para la amortización (Mateo del Peral, Reference Hernández Sempere1978: 145-147; Comín et al., Reference Artola1998: 93-98).
Estas Obligaciones del ferrocarril acabarían constituyendo la base fundamental de las subvenciones públicas en las décadas de 1860 y 1870Footnote 7 . Aparte del elevado interés (un 6% se compara favorablemente con el tipo habitual en los mercados internacionales en los que se financiaban las casas matrices de las compañías de ferrocarriles españolas, y que se situaría en torno al 4%), su característica más señalada era la elevada prima de emisión. La entrega de las obligaciones se podía realizar por su valor de mercado o por todo su valor nominal; en este segundo caso con una prima de emisión que a menudo rondaba el 100%. Es decir, el Estado reconocía una deuda por una cuantía mucho mayor que el importe recibido del primer tenedor. Un título de Deuda al 6% con una prima de emisión del 100% es equivalente a otro sin prima con un interés del 12%. Con una inflación prácticamente nula, los dos se amortizan al cabo de poco más de ocho años. Evidentemente, emisiones con semejantes condiciones sólo eran imaginables en un país que carecía de crédito. Lo gravoso que resultaba este sistema para un Estado que, pese a todo, trataba de hacer honor a sus deudas, explica su desaparición. El Real decreto de 17 de mayo de 1878 anuló la posibilidad de pagar subvenciones a través de Deuda Pública.
La depreciación de las Obligaciones del ferrocarril fue muy rápida. Hacia 1877 la cotización de las emitidas en 1864 se situaba alrededor del 20% de su valor nominal (Artola, 1978: 356-366). Pero desde la perspectiva de las compañías no parece que esto afectase en prácticamente nada al cuadro general de las ayudas. Durante los años de construcción las compañías necesitaron toda la liquidez disponible para pagar las obras y los generosos dividendos prometidos a los primeros inversores. En realidad, no parece que esa preferencia por la liquidez menguara con la puesta en explotación de las líneas, pues las dificultades continuaron o se agravaron. Bajo tales circunstancias las compañías vendían sus títulos de Deuda en cuanto les era posible hacerlo. Esto explica el que no aparezcan en los balances contables, salvo de forma marginal; y también por qué los ingresos financieros derivados de su posesión apenas tuvieran peso en las cuentas de Pérdidas y Ganancias (Tedde de Lorca, Reference Nadal1978: 264-266, 300-301, 343). Así pues, podemos suponer que la cuantía de los capitales recibidos por las compañías en concepto de subvenciones ordinarias corresponde casi exactamente a lo que el Estado anotó como tal en las MOPEFootnote 8 .
Esas cifras, para el caso de MZA, vienen recogidas en el cuadro 1 Footnote 9 . Las de 1863 coinciden con las de 1869 en aquellas líneas que en enero del primer año ya estaban terminadas. Aún quedaban algunos pagos por efectuar en las que se fueron abriendo ese año, como Madrid-Zaragoza. A todo ello habría que sumar 7.141.224 pesetas percibidas en concepto de Auxilios del Gobierno por la crisis de 1866, que consideramos subvención de capital. En definitiva, hasta 1869 MZA recibió ayudas públicas por 86,7 millones de pesetasFootnote 10 . Como veremos en el siguiente epígrafe, esta cifra aún debe incrementarse en otros 50 millones de pesetas.
Fuente: Memorias de Obras Públicas de España
3. LAS FRANQUICIAS DE DERECHOS DE ADUANAS Y LAS SUBVENCIONES ADICIONALES
El capítulo menos conocido de las subvenciones públicas al ferrocarril español es el de las subvenciones adicionales. O, mejor dicho, los abonos por franquicias de derechos de aduanas. Poco se sabía hasta ahora de estas ayudas, salvo que fueron importantes. Así, Francisco Comín, (Reference Broder1988: 372) afirma que “los gastos fiscales ocasionados por la exención arancelaria, posiblemente (…) sobrepase a las subvenciones directas”; pero no proporciona cifras. En este epígrafe daremos algunas, aunque circunscritas a MZA. Como veremos, al menos en el caso de esta compañía las subvenciones adicionales no fueron tan elevadas como las ordinarias; pero tampoco estuvieron lejos.
El origen de las subvenciones adicionales es casi tan antiguo como el de las ordinarias. La primera compañía en solicitar un privilegio en la importación de material ferroviario fue el Ferrocarril del Grao de Valencia a Játiva, que consiguió con la Real Orden de 24 de marzo de 1851. Literalmente era una exención al pago de derechos de aduanas. Se autorizaba a la compañía a importar efectos “puramente precisos para el expresado ferrocarril” sin pagar el arancel, aunque se la obligaba a entregar una fianza por los derechos no pagados. Una Real Orden de 8 de octubre del mismo año especificaba que esas importaciones afectarían tanto a los materiales destinados a la construcción como a la explotación, e insistía en que ningún otro podría llegar por ese canal. Otra disposición de 15 de diciembre de 1851, en respuesta a una petición similar de la Compañía de Isabel II, hacía extensiva esa franquicia a todos los ferrocarriles. En los siguientes tres años nuevas normas detallaron y ampliaron ese privilegio, poniendo de relieve, como señaló Cambó (1918: 68), la existencia de un amplio consenso entre todos los partidos políticos en una época en la que las diferencias parecían irreconciliables precisamente en el tema del ferrocarril. Por lo demás, tampoco era una facultad privativa de las compañías ferroviarias: empresas dedicadas a la minería o las obras del Canal de Castilla obtuvieron gracias semejantes.
La Ley de 1855 reiteró ese privilegio en la muy conocida “base quinta” de su artículo 20, pero introdujo dos importantes novedades. La primera fue extenderla hasta diez años después de la construcción. Esto suponía que una década después de la apertura de las líneas, las compañías podrían seguir comprando material móvil o railes libres de derechos. Aunque, en realidad, el período aún podría extenderse más, ya que el momento a partir del cual se consideraba que debían contar esos diez años era incierto debido a la construcción de nuevas líneas y la absorción de otras compañías; especialmente por Norte y MZA. Si, por ejemplo, una compañía compraba con exención una locomotora para una línea, ¿qué podía impedir que esa máquina se emplease en otra línea construida anteriormente? El asunto fue objeto de discusiones durante mucho tiempo. La Real Orden de 14 de octubre de 1879 estableció un criterio para resolver el problema que suponía la apertura de líneas por tramos, pero no planteó una solución para el traspaso de material de una a otra. Finalmente, la concesión de nuevos derechos cesó por ley de 6 de julio de 1888, siendo sustituida por la tarifa 1ª del Arancel. Pero aún hubo algunos cambios menores hasta que la Ley de Bases para la revisión de aranceles de 20 de marzo de 1906 acabó definitivamente con este privilegio.
La segunda novedad de la ley de 1855 es que convertía la anterior franquicia, el derecho a realizar importaciones libres de aranceles, en un abono. Es decir, con el nuevo sistema las compañías pagaban los aranceles, que luego les serían reintegrados. Nótese que anteriormente se había estado pagando una fianza por esos mismos derechos, por lo que podría parecer que nada cambiaba. Pero contablemente la situación era muy distinta, pues ahora la compañía incrementaba el valor de su inmovilizado al incluir en el mismo los derechos de importación; una cuantía que luego recuperaba. En este paso crucial se produjo la transformación de la exención en una verdadera subvenciónFootnote 11 . Ello tenía una interesante derivada: la proporción de las subvenciones ordinarias con respecto a la inversión total se veía ligeramente reducida como consecuencia del mayor precio del activo, cuyo valor ahora incluía unos derechos de importación por los que, sin embargo, no se pagaba.
El mecanismo para el abono fue desarrollado en la Instrucción de 17 de febrero de 1856. En resumen, las compañías debían entregar una relación de los equipos y materiales que serían empleados en la construcción junto a la documentación del proyecto de ferrocarril, y al efectuar la importación pagarían los derechos en Aduana, que serían abonados en cuanto la Administración cotejara los recibos con la lista inicial.Footnote 12 No obstante, este procedimiento casi no llegó a aplicarse. Una Real Orden de 6 de agosto de 1856, menos de seis meses después de aquella instrucción, eximió a las compañías del pago en metálico en Aduanas. En su lugar las compañías entregarían pagarés renovables que se canjearían con los libramientos que expidiese el Ministerio de Fomento. De este modo, la adquisición de material ferroviario en el extranjero se convertía en una forma de financiación a través del Estado. Dada la preferencia por la liquidez, se creaba un incentivo poderoso para contratar con el fabricante extranjero antes que con el nacional.
La normativa era complicada y daba pie a todo tipo de abusos, lo que explica la sucesión de normas que la corregían, extendían o aclaraban: Circulares de 4 y 8 de octubre de 1856, y de 16 de diciembre de 1856; Real Orden del 31 de agosto de 1861 sobre material exento; Real Orden del 27 de septiembre de 1862 para evitar “abusos en la importación”; Reales Ordenes de 29 de enero y 1 de agosto de 1863 sobre pagarés; Reales órdenes de 21 de noviembre y 31 de diciembre sobre procedimiento; y Real Orden de 3 de mayo de 1864 sobre materiales no exentos. En resumen, esa legislación extendió los productos sujetos a la norma a prácticamente cualquier cosa relacionada con el ferrocarril, hasta el punto de que, por ejemplo, expresamente hubo de indicarse que el papel empleado para escribir y dibujar no formaba parte de los materiales exentos. Igualmente, el plazo de los pagarés renovables se amplió de 90 días a un año.
Finalmente, el artículo 18 de la Ley de Presupuestos de 25 de junio de 1864 señaló que en la siguiente legislatura el Gobierno presentaría un proyecto de ley para “conmutar la franquicia de derecho del material aplicado a los ferrocarriles por una cantidad fija que se consideraría como una subvención adicional”. En efecto, el 24 de abril de 1866 se presentó un proyecto de ley sobre protección de las empresas de ferrocarriles en el que se volvía a calificar como “subvención adicional” las cantidades “indemnizadas a las Compañías de ferrocarriles por los derechos de Aduanas del material introducido en el reino”. Pero este proyecto de ley no fue aprobado. Hubo que esperar a la Ley de 2 de julio de 1870, en cuyo artículo 9 se afirmaba que las subvenciones adicionales eran “equivalentes a los derechos de Aduanas, faros y puertos por el material que para el establecimiento y explotación de las líneas tengan opción a introducir del extranjero”. En definitiva, está claro que desde 1870 los pagos por los derechos de Aduanas eran expresamente considerados como subvenciones adicionales, y como tales empezaron a ser registrados en las MOPE. Pero no antes, y por eso allí no aparecen recogidas, pese a que existía un amplio consenso en tal sentido.
Desde el primer momento fue práctica habitual entregar el importe de los aranceles en metálico con antelación a la importación. E incluso si ésta no se realizaba. Este fue denunciado por el Consejo de Estado en el informe que precede a la Real Orden de 17 de mayo de 1878, que anulaba la emisión de Deuda con destino a las subvenciones ferroviarias:
“en la mayoría de los casos sucede, o que esta subvención adicional ha sido incierta por lo exagerada, o que el servicio en la línea es imperfecto, por no haber adquirido las Empresas el material que como necesario arrojan las relaciones aprobadas, resultando de esta práctica abusiva un detrimento para los intereses del Estado, que entrega a las Compañías la subvención adicional sin que adquieran las mismas Compañías el material fijo y móvil que sirviera de base para fijar la cuantía de aquella subvención”Footnote 13
De ahí que propusiera:
“En cuanto a los objetos que con arreglo a las reclamaciones aprobadas debieron de haberse importado del extranjero y no se han introducido, habiéndose entregado no obstante a las Compañías la parte de la subvención adicional correspondiente a los mismos objetos, entiende el Consejo que este hecho constituye una verdadera defraudación de los intereses del Estado, y por consiguiente, que se está en el caso de obligar a las Empresas a que adquieran y presenten dichos efectos en el término que se les señale, o de lo contrario que entreguen al Erario público lo indebidamente cobrado por este concepto, según parece se está verificando, con motivo de las liquidaciones practicadas por el Ministerio de Hacienda.”Footnote 14
Es difícil saber a cuánto ascendieron los ingresos de las compañías ferroviarias al amparo de las subvenciones adicionales. Como ya hemos visto, sólo conocemos su monto a partir de 1870, cuando empezaron a ser recogidas en textos oficiales. Pero es indudable que las cifras de las MOPE eran muy inferiores a las que poco antes se debieron haber otorgado. Hay dos razones para creerlo así. En primer lugar, en 1865, con la eliminación del derecho de bandera con Francia (que databa de la reforma de 1841), comenzó un proceso de liberalización económica que culminó con la aprobación del Arancel Figuerola. Los tipos impositivos que recaían sobre las importaciones ferroviarias experimentaron una fuerte caída. Por ejemplo, en el caso del rail, el material ferroviario importado más frecuente en aquellos años, los tipos cayeron de 21,7/26,1 pesetas por 100 kilogramos (Arancel de 17 de julio de 1849; bandera nacional o extranjera) a 8 pesetas (Arancel Figuerola de 12 de julio de 1869). Aunque en manufacturas complejas esa caída fue mucho menor, e incluso nula, en conjunto hubo una muy notable reducción. Lógicamente, en la medida en la que bajaron los aranceles también lo hicieron las subvenciones adicionales. El segundo motivo por el que el monto de estas subvenciones cayó de forma drástica fue la misma crisis ferroviaria que paralizó la construcción de nuevas vías; estancamiento que se prolongaría por la crisis política del Sexenio y, sobre todo, la Tercera Guerra carlista. Nótese que para cuando se recuperó la actividad constructora, a mediados de los 70, ya habían caducado o estaban a punto de caducar muchas de las primeras franquicias.
Aunque el registro de las franquicias de aduanas no aparece recogido en las MOPE, es posible obtenerlo en los libros de Actas de los Consejos de Administración de las compañías. En el de MZA se hicieron anotaciones esporádicas, pero completas, de esos libramientos, que recoge el cuadro 2. Como era de esperar, la mayor parte corresponden al período de intensa construcción de 1857-1863, una época en la que los aranceles alcanzaban y superaban tasas del 40% para materiales básicos, como raíles. En esos siete años las franquicias alcanzaron 34,2 millones de pesetas, una cifra que duplica los 15,7 millones recaudados en los cinco años siguientes, 1864-1868, de progresivo estancamiento; y que multiplica por siete lo recogido en los siguientes 17 años, 1869-1886.
Fuente: Libro de Actas del Consejo de Administración de MZA, 29/2/1864 (p. 458), 21/10/1864 (p. 21), 8/4/1869 (p. 140), 14/6/1878 (p. 175), 5/6/1885 (p. 32) y 11/2/1887 (p. 421).
Así pues, durante el período de “oscuridad estadística” 1857-1868, el importe total de los libramientos emitidos por el Estado a MZA por franquicias de aduanas ascendió a 49.922.189 pesetas. Es decir, MZA recibió subvenciones adicionales (o su equivalente) por un importe igual al 62,7% de lo percibido por subvenciones ordinarias.
4. LOS GASTOS DE PRIMER ESTABLECIMIENTO DE MZA
El concepto empleado en su día para definir la inversión realizada por las compañías ferroviarias fue el de “Gastos de primer establecimiento”. Estos serían aquellos en los que incurría una empresa hasta el momento en el que empezaba a operar. Comprendía, entre otros, los de construcción de la vía y adquisición del material móvil. Obviamente, no incluía los de explotación, como el pago de salarios o el carbón; pero tampoco los gastos generales, aquellos comunes a todas las áreas de la empresa, como los derivados del Consejo de Administración, la contabilidad, el servicio de intervención y otros. Las modernas técnicas de costes sí imputarían una parte de esos gastos generales como gastos de primer establecimiento: los derivados de la adquisición de inmuebles, constitución de sociedades y similares. Es decir, los que son inherentes a la fundación de la compañía y tienen una funcionalidad a largo plazo. Pero en el siglo XIX simplemente se les consideraba gastos de explotación. En resumen, las cifras de gastos de primer establecimiento de entonces son ligeramente inferiores a las que con los criterios contables actuales se habrían calculado hoy.
El gráfico 1 y el anexo 1 los recoge para MZA en el periodo 1856-1869. Dicha información también procede de las actas de su Consejo de Administración, y es coherente (lo es, al menos, para esta compañía) con las MOPE. El gasto más importante fue el realizado en 1857, unos meses después de la fundación de MZA, por 77,5 millones de pesetas, que corresponde a la compra de las líneas Madrid-Alicante y Madrid-Zaragoza a José de Salamanca y otros empresarios franceses y españoles. Los gastos de primer establecimiento se mantuvieron alrededor de los 30 millones de pesetas en los tres años siguientes, y empezaron a crecer con fuerza en 1861 hasta llegar a 57 millones en 1863. Desde entonces cayeron con rapidez: 34 millones en 1864, 24 en 1865…. y poco más de 600.000 pesetas en 1868. En total, entre 1856 y los cuatro primeros meses de 1869, los gastos de primer establecimiento de MZA ascendieron a 444.194.256 pesetasFootnote 15 .
5. LA IMPORTANCIA RELATIVA DE LAS DISTINTAS FUENTES DE FINANCIACI࿓N DE MZA
En toda inversión podemos distinguir entre financiación propia y ajena. La primera viene dada por las aportaciones de los socios a la empresa, y por los beneficios no repartidos y reinvertidos. Suele ser fundamental en los primeros años, pues el riesgo encarece considerable el precio del capital. La información sobre esta fuente de financiación en las compañías ferroviarias españolas es bien conocida. Viene recogida, por ejemplo, en las MOPE. Un detalle mayor es accesible a través de las actas de las compañías. En resumen, y para tener una cifra de referencia, hasta 1869 MZA recibió de sus socios 113.962.618 pesetas como financiación propia, en su mayor parte en forma de aportaciones de capital por acciones suscritas y desembolsadas.
La financiación ajena puede tener tres procedencias. Por un lado, las obligaciones de la empresa, es decir, títulos de deuda que MZA vendía a terceros a cambio de un interés y de la posibilidad de recibir primas de emisión (es decir, la compra por debajo de su precio de emisión) y de reembolso (la venta en el mercado secundario por un precio superior al de emisión). En el caso de MZA, y según las MOPE, las obligaciones de MZA ascendieron en 1869 a 191.965.235 pesetas. Como se ve, una cuantía superior a los fondos propios, lo que no resulta inusual entre las compañías ferroviarias españolas (Tortella, Reference Pascual Domènech1982: 172).
La segunda procedencia de la financiación ajena son los préstamos de otras entidades, generalmente financieras. En España este crédito fue habitualmente otorgado por los bancos para hacer frente a la crisis a la que se vieron abocadas las compañías a mediados de la década de 1860. En el caso de MZA, y según López Morell (Reference Fratianni and Spinelli2005: 205), desde julio y septiembre de 1864 los Rothschild prestaron cantidades crecientes a MZA con garantía en las obligaciones emitidas y no vendidas. Esa línea de crédito, que presuntamente habría dado lugar a su transformación en obligaciones ya anotadas, se habría cortado en septiembre de 1867. Por otro lado, MZA obtenía financiación de su entidad de referencia y principal inversor, la Sociedad Española Mercantil e Industrial (SEMI), igualmente perteneciente al grupo Rothschild. Este tipo de operaciones debería considerarse como una operación interna, pese a lo cual el tipo de interés no era bajo, lo que repercutió sobre la rentabilidad de la empresaFootnote 16 . La cifra de crédito total bancario computable en 1869 sería de 40,6 millones de pesetas. La rapidez con la que estos créditos se amortizaron revela que, al menos en su mayor parte, no habrían financiado gastos fijos o de primer establecimiento; lo que, por otro lado, resulta lógico dadas la fechas. El cuadro 3 recoge su cuantía.
Fuente: Tedde de Lorca (1978) Ap. IV-21 y Ap. IV-22
La tercera procedencia de la financiación ajena es el Estado a través de las subvenciones públicas. Como hemos visto, adoptaron tres formas: subvenciones ordinarias, auxilios del Estado y franquicias de aduanas/subvenciones adicionales. El importe de las mismas hasta 1869 fue 79.654.673, 7.141.224 y 49.922.189 pesetas, respectivamente. En total, 136.718.086 pesetas.
Así pues, por cada peseta que el Estado aportó para la realización de la red ferroviaria, recibió de los accionistas privados 0,83 pesetas, lo que no parece una gran ratio. Si la comparación se realiza con el conjunto de los inversores, la relación mejora bastante por el gran peso de los obligacionistas. Con todo, por cada peseta del Estado llegaron del sector privado 2,2 pesetas (2,5 si incluimos el máximo de crédito bancario de 1869), lo que tampoco es una gran ratio. Más relevante es el hecho de que la captación de esas obligaciones tuviera que realizarse bajo las condiciones leoninas señaladas.
La suma de todas las cantidades anteriores, es decir, las aportadas por el Estado, los accionistas, los obligacionistas y los préstamos de la SEMI, asciende a 476.104.714 pesetas. Es una cifra un poco mayor que la obtenida del cálculo de los gastos de primer establecimiento, y que estimábamos en 444.196.256 pesetas (con algún pequeñísimo error por defecto). Si, como parece lógico, excluimos los préstamos de la SEMI, pues no financiarían inmovilizado, la inversión a largo plazo, ascendería a 435.504.714 pesetas, es decir, 8.689.542 menos que la obtenida del cálculo de los gastos de primer establecimiento. Esa cantidad sería la parte del inmovilizado de MZA que pudo ser financiada con la actividad económica de la empresa; es decir, por beneficios no repartidos y reinvertidos en la propia empresa.
Esas 8.689.542 pesetas es una cifra ridículamente baja. Trascurridos catorce años desde su fundación, la actividad económica generada por MZA sólo había podido financiar el 2% de su inmovilizado. Incluso considerando sólo los seis años finales desde el cierre de red (1863), los años de pleno funcionamiento, la actividad regular de la empresa habría amortizado el inmovilizado a un ritmo anual 0,33%, una tasa tres veces inferior a la que la propia ley establecía por la cesión final de la vía al Estado al cabo de 100 años, fijado en el 1%.
Pero lo que verdaderamente da todo su significado a esta cifra es la cuenta de resultados. Según Broder (2012: 43-51) hasta diciembre de 1865 el Consejo de Administración de MZA autorizó el pago de dividendos y sus anticipos (“liberación de capital”) por un total de 65.730.050 francos, el 54,76% del capital nominal de las acciones en francos (120 millones). Tomando como referencia ese porcentaje, y el nominal en pesetas (114 millones) los beneficios repartidos habrían ascendido a 62.443.548 pesetas una cifra que septuplica esa diferencia de 8,7 millones de pesetas. Podría decirse que el Consejo de Administración tuvo siete veces más interés en repartir dividendos que en utilizar los magros ingresos de la compañía en amortizar deuda o mejorar la infraestructuraFootnote 17 .
Y aún hay más. Como vimos, en la valoración de esa inversión se incluía el abono de los derechos de aduanas, que hasta 1869 ascendió a casi 50 millones de pesetas. Eso significa que el valor real del inmovilizado debería ser inferior, pues el coste de adquisición del mismo equipo en Francia, o en España con otro régimen arancelario –que, de hecho, se estableció con el Arancel Figuerola– lo habría sido. Por tanto, la diferencia “real” entre la inversión materializada y los capitales captados no sería de 8,7 millones de pesetas, sino negativa. Desde esta perspectiva, el reparto de beneficios de MZA se habría producido descapitalizando la empresa. Y todo ello sin tener en cuenta la presumible sobrevaloración adicional de los activos en la que habrían incurrido los gestores para mejorar la opinión pública sobre las compañías, y así facilitar el acceso a nuevas vías de financiación pública, tal y como intentaron en 1866.
Dicho de otro modo, los repartos de dividendos y anticipos sobre estos, efectuados por MZA hasta 1869 nunca debieran haberse producido si la compañía hubiese seguido prácticas contables prudentes. No es ni siquiera éticamente aceptable distribuir beneficios en una empresa que es casi incapaz de autofinanciar su propio inmovilizado; si es que no lo estaba reduciendo como descapitalización.
Desde la perspectiva del Estado, el conjunto de las subvenciones entregadas toma un significado verdaderamente escandaloso. Como hemos visto, su monto superaba el de la inversión realizada por los accionistas, lo que dice muy poco de la capacidad de los Rothschild para movilizar capitales a un precio económico. Pero el hecho de que las ayudas públicas fueran siete veces mayores que la autofinanciación, y que los beneficios fueran muy elevados, tiene una lectura aún peor. Puede decirse que las subvenciones públicas sirvieron, sobre todo, para mantener la rentabilidad de la empresa en esos primeros años. Una rentabilidad que, por cierto, parece muy satisfactoria: gracias al Estado, hacia 1867 los inversores iniciales ya habían recuperado más de la mitad del dinero invertido. Por supuesto, si contemplamos el proceso en el largo plazo podría construirse una imagen más benévola de esta gestión. Al fin, MZA acabó siendo una de las dos grandes compañías ferroviarias de España, y mantuvo y amplió su inversión en los siguientes decenios. Pero en sus comienzos, con la perspectiva que ofrece el análisis de sus estados contables catorce años después de su fundación, MZA no era, precisamente, una empresa modélica.
6. CONCLUSIONES
A medida que ha progresado la investigación histórica sobre los orígenes del ferrocarril en España más se ha ido afirmando la idea de que los inversores extranjeros acudieron a la llamada del Gobierno atraídos por el negocio de la construcción ferroviaria, no por el de su explotación. Este trabajo ahonda en esta idea examinando una de las fuentes menos conocidas de la financiación pública, las subvenciones procedentes de las franquicias de aduanas. Las monografías que han abordado el tema no las habían dado suficiente importancia, probablemente porque la información conocida es posterior a 1869, cuando ya eran bastante pequeñas. Por eso pasaron desapercibidas, siendo opacadas por las subvenciones ordinarias. Lo cierto es que en MZA, y hasta ese año, su monto ascendió al 62,7% de las ordinarias.
En total, hasta diciembre de 1869, el Estado español gastó en subvenciones a fondo perdido a MZA 136,7 millones de pesetas, una cantidad superior a lo invertido por los propios accionistas de la compañía, y equivalente al 30% de toda su financiación pública y privada. A su vez, durante ese tiempo MZA entregó a los accionistas fundadores (sobre todo, los Rothschild) como dividendo o similar 62,4 millones de pesetas. Esta decisión resulta inadmisible teniendo en cuenta que los beneficios no repartidos y empleados en los activos de la empresa fueron siete veces menores. Y lo es todavía menos si tenemos en cuenta la sobrevaloración de los activos causada por los derechos de aduanas. Descontada ésta, hacía 1869 el valor de dicho inmovilizado era inferior al de la financiación recibida. Desde esta perspectiva, MZA habría sido descapitalizada como consecuencia del pago de esos generosos dividendos.
Las subvenciones adicionales fueron el compendio de todas las negruras de MZA. No sólo fueron oscuras en el sentido de que no se tuvo noticia de ellas en las MOPE o cualquier otro documento público. Es probable que una parte, difícil de estimar, ni siquiera estuvieran legalmente justificadas. La extensa legislación destinada a poner coto a los abusos en los que supuestamente incurrían las compañías ferroviarias sugiere que las prácticas fraudulentas o de dudosa legalidad fueron frecuentes. En fin, es revelador que esas prácticas tuvieran su razón de ser en una política intervencionista, el proteccionismo, que contradecía los principios liberales que, supuestamente, inspiraban a los gobiernos de la época, ya fueran progresistas o moderados.
Fuente: Tedde de Lorca (Reference Nadal1978) Ap. IV-21 y Ap. IV-22, y Actas del Consejo de Administración de MZA (anexo 1)
AGRADECIMIENTOS
Este artículo ha sido parcialmente financiado con el proyecto de investigación del Ministerio de Economía y Competitividad CSO2015-65733-P.
APÉNDICE 1